Aunque Chile haya sido uno de los países con los ingresos por habitantes más altos de América Latina -quizá valdría más decir los menos bajos- era un país subdesarrollado, con todos los problemas derivados de esta situación.
El de la tierra, por supuesto. Al lado de una inmensa mayoría de campesinos sin tierra o con demasiado poca para mantener a su familia, el 2% de los propietarios poseía más de la mitad de las tierras cultivables.
El sector industrial y el financiero estaban dominados por unas cuantas grandes familias y, sobre todo, por los capitales norteamericanos, los cuales reinaban en los sectores más lucrativos, particularmente en el del cobre, la principal riqueza del país, a través de las corporaciones Anaconda y Kennecott.
A ello cabía añadir el peso cada vez mayor de la deuda externa, lo cual contribuía a aumentar todavía más el dominio de los bancos, principalmente los norteamericanos, sobre el país.
En 1964, en vísperas de las elecciones que le llevarían a la presidencia de la República, el demócrata cristiano Eduardo Frei, multiplicó las grandes declaraciones diciéndose "dispuesto a romper con las fuerzas tradicionales" y presentándose incluso como partidario de la revolución. "Es preciso, afirmaba, poner el acento en la palabra revolución, porque, hoy, sobre nuestro continente, ya no se puede recurrir a la evolución".
Sin embargo, su revolucionarismo no le impidió aceptar, durante el tiempo que duró su campaña, un millón de dólares mensuales de los Estados Unidos.
Frei, ganó las elecciones obteniendo más del 56% de los sufragios. El candidato de la izquierda, Allende, obtuvo el 39%.
Una vez presidente, Frei hizo votar la reforma agraria que había prometido y que preveía la expropiación de las fincas con más de 80 ha. En las ciudades, y principalmente en las poblaciones de chabolas, favoreció la creación de todo tipo de asociaciones. Entre la clase obrera, pero también en el campo, la liberalización de los derechos sindicales se tradujo en un considerable aumento de la afiliación a los sindicatos. En 1967, el gobierno de Frei negoció con las corporaciones norteamericanas la compra del 51% de sus acciones. Era la prometida "chilenización del cobre".
Pero los límites de la política de la Democracia Cristiana aparecieron muy pronto.
La tentativa de reducir el dominio yanqui sobre el cobre dio unos resultados inversos a los esperados. El gobierno chileno aceptó indemnizar a los grupos norteamericanos por encima del valor de sus bienes y, además tuvo que invertir más de 500 millones de dólares en las minas para que el negocio siguiera siendo rentable para los capitalistas norteamericanos, los cuales conservaban una participación del 49%. Finalmente, todo esto hizo que el Estado chileno se endeudara todavía más.
La inflación se disparaba. El paro crecía. Y Frei debía enfrentarse con las capas sociales que había intentado seducir o, al menos, calmar.
La clase obrera protestaba. Los movimientos huelguísticos se multiplicaban. Durante el otoño de 1965, las minas de cobre quedaron paralizadas más de un mes, a pesar de la promulgación del estado de urgencia y la detención de los dirigentes sindicales.
En marzo de 1966, el ejército abrió el fuego contra los mineros de El Salvador, causando diez muertos y más de 60 heridos. El destacamento estaba bajo el mando del entonces coronel Augusto Pinochet.
La agitación se extendió también en las poblaciones. En Puerto Montt los carabineros intervinieron contra pobladores sin vivienda que ocupaban ilegalmente un terreno y mataron a siete personas.
En la propia capital, en Santiago, al término del mandato de Frei, los sin vivienda se instalaron en terrenos destinados a la especulación inmobiliaria.
En el campo, la gente se impacientaba cada vez más ante la lentitud de la reforma agraria. En 1970, las ocupaciones de grandes propiedades se contaban por centenares.
Hasta el ejercito acabó reivindicando. En octubre de 1969, un regimiento blindado ocupó su cuartel, en Tecna, para exigir un aumento de sueldo.