Frente a una crisis capitalista que se prolonga y se agrava, las reacciones de los trabajadores y las clases populares por el mundo no han faltado en los últimos años, incluso verdaderos estallidos sociales.
No hace falta volver mucho tiempo atrás: basta con recordar los movimientos de la llamada primavera árabe, en 2010-2011. Surgieron en base a un descontento social y desembocaron en la caída de Ben Alí en Túnez, la de Mubarak en Egipto, con esperanzas de que el cambio político produciría mejoras en las condiciones de vida. Ya se sabe cuánta decepción, puesto que, en unos años, vimos el retorno de una dictadura aún más dura en Egipto y, en cuanto a Túnez, la evolución del régimen sigue el mismo camino, mientras la situación de las masas continúa empeorando. En realidad, toda la región se contagió, ya que se produjeron movimientos en Libia, en Siria, en Yemen, y hasta en los Emiratos, dando lugar a intervenciones militares y guerras.
En 2019, en Argelia, se produjo el movimiento llamado “hirak”, con manifestaciones populares semanales, masivas, durante varios meses. En base, otra vez, a un profundo descontento social, la consigna “¡fuera el régimen!” logró un apoyo unánime, antes de que el poder consiga retomar el control. Si bien el movimiento acabó retrocediendo, las reivindicaciones no han dejado de expresarse.
Otro movimiento es el que viene sacudiendo Sudán desde 2019, no apagado aún. Se inició a finales de 2018 por una protesta contra el alza de los precios del pan; logró la caída del dictador Omar al Bashir, respaldado por el ejército y un partido islamista. La represión sangrienta del 3 de junio de 2019 por parte del ejército no consiguió acabar con las protestas masivas, que se reanudaron a pesar de la represión, con consignas democráticas expresadas por una dirección pequeñoburguesa reunida en la Asociación de Profesionales Sudaneses.
Líbano e Irak también han pasado por amplias movilizaciones populares, especialmente desde el año 2019. Los árabes palestinos bajo ocupación israelí, así como los árabes israelíes, siguen manifestándose con frecuencia contra el régimen que se les impone. Sobre todo, es preciso hablar de Irán, en donde las revueltas se han sucedido, primero en 2017-18, luego en 2019, al mismo tiempo que se producían luchas obreras; y ahora, en el otoño de 2022, se está desarrollando un amplio estallido iniciado con el asesinato de una joven a manos de la policía religiosa, por llevar mal puesto el velo. Más allá del problema de la condición de las mujeres, a quienes la policía quiere imponer un orden moral usando violencia, se pone en tela de juicio la dictadura de la república islámica.
Las reacciones de las masas no han quedado circunscritas al Oriente Medio. En la primavera y el verano de este año, en Sri Lanka se produjo un levantamiento general; en la India, una gran movilización campesina contra la política del gobierno de Modi. En Chile, en 2019 hubo un estallido social, a partir de las protestas contra el aumento del precio de los transportes. En Birmania, el golpe de Estado de febrero de 2021 provocó una reacción masiva, que implicó sobre todo a la clase obrera.
En Kazajstán, 2022 comenzó con una explosión social contra la subida de los precios de la energía, encabezada por los trabajadores del petróleo y el gas, al igual que hace diez años. El movimiento se extendió a todos los centros industriales y urbanos, atrayendo a amplios sectores de la población a la protesta contra la dictadura. El movimiento, en gran parte espontáneo, permaneció sin más dirección que algunos políticos que se proclamaban demócratas y sindicalistas reformistas más o menos radicales. Incluso en su apogeo, cuando el poder ya no tenía las grandes ciudades, no surgió ninguna fuerza que hubiera podido abrir a una clase obrera numerosa, combativa y concentrada la perspectiva de derrocar al régimen y establecer su propio poder. Se encontró desarmada, incluso más políticamente que materialmente, cuando Putin envió sus tropas para sofocar el movimiento, con el fin de preservar los intereses de la burocracia local y rusa, así como los de los grandes grupos petroleros y mineros occidentales presentes en el país.
Lo sucedido en Kazajstán repitió lo ocurrido en 2020 en Bielorrusia. Una clase obrera numérica y económicamente poderosa, pero sin una dirección política revolucionaria, fue la iniciadora y el núcleo de un vasto y duradero movimiento de protesta contra el régimen, que despertó ecos entre los trabajadores de los países vecinos pero que, debido a la represión y a la falta de perspectivas, acabó por extinguirse.
Como vemos, lo que falta no es la combatividad de las masas. De un país a otro, de una situación a otra, frente a unas condiciones de vida que se hacen imposibles, las masas reaccionan con los recursos que encuentran a su mano, desde luchas sindicales y huelgas hasta manifestaciones y enfrentamientos con las fuerzas de represión. Sin embargo, a pesar de dicha combatividad, los objetivos que se expresan en las luchas nunca superan el nivel de unas reivindicaciones democráticas y sociales que non cuestionan el sistema capitalista ni tampoco el orden imperialista.
Las direcciones que han surgido en esos movimientos son diversas. En el Sudán, conviven un partido islamista con un partido comunista de tradición estalinista, que abandonó hace tiempo la idea de una política independiente de la clase obrera. En Haití, unos jefes bandoleros buscan dirigir las protestas contra el poder político. Sea como sea, en ninguna parte se trata de una dirección revolucionaria, sino que actúan direcciones pequeñoburguesas, bien reformistas, bien nacionalistas o religiosas, que se detienen en el umbral de la propiedad privada. No las hay que quieran salirse del marco del sistema burgués, ni tampoco del marco nacional de los Estados existentes con la división del mundo impuesta por el imperialismo. Esta realidad marca el límite de los movimientos y que llegan rápidamente a un callejón sin salida: el capitalismo decadente no puede aceptar verdaderos avances sociales, ni siquiera suavizar un tanto el sistema de dominación que precisa del mantenimiento de dictaduras o gobiernos autoritarios.
Lo que hace falta es un partido revolucionario mundial, proletario y comunista; la dirección revolucionaria del proletariado que los bolcheviques quisieron inaugurar al crear la Internacional comunista. Sea cual sea el nivel de combatividad de las masas, semejante dirección no puede surgir espontáneamente en el curso de sus luchas. Acabar con el imperialismo, que es el modo de dominación del capital financiero, supone tirar al suelo a la burguesía, con sus Estados y las fronteras artificiales que erige entre los pueblos. Esto requiere una política dirigida hacia este objetivo, que sólo puede ser obra del proletariado internacional, si éste se arma con un programa que saque las conclusiones de sus experiencias pasadas.
Insistir en ello es afirmar la necesidad de construir y implantar en la clase obrera unos partidos revolucionarios fundamentados en el programa trotskista, y una Internacional que realmente sea el partido mundial de la revolución.
13 de octubre de 2022