Situación interior

Εκτύπωση
Textos de congreso de Lutte Ouvrière - Diciembre de 2023
3 de diciembre de 2023

Mientras la guerra hace estragos en Ucrania y en Gaza, y que los periódicos más serios llegan a plantearse si la tercera guerra mundial habría empezado ya, los políticos franceses siguen con sus peleas de aparatos. Extrema derecha, derecha, mayoría, izquierda… todos los políticos se excitan, se insultan y se denigran. Pero ni el gobierno, ni los principales partidos de oposición son capaces de llevar una salida creíble a la evolución general catastrófica.

La opinión publica, si nos fijamos en las elecciones y las encuestas, evoluciona hacia la derecha y la extrema derecha, bajo la presión de las crisis interiores y exteriores. Crisis, explotada de manera sistemática en el sentido más reaccionario por los dirigentes políticos.

Cada atentado en el suelo francés conmueve, refuerza el miedo, las sospechas hacia los musulmanes y la inmigración, y la voluntad de replegarse en la comunidad nacional. Ha vuelto a suceder con el asesinato del profesor en un colegio de Arras, casi tres años después del de Samuel Paty. En junio pasado, la ejecución del joven Nahel por un policía en Nanterre ha tocado y provocado la ira de una parte de la juventud de los barrios obreros. Pero aquella ira resultó en tres noches de motines destructores y ha puesto esta juventud en el punto de mira.

Los acontecimientos internacionales operan en un mismo sentido reaccionario. “No hace falta importar el conflicto israelí-palestino en Francia”, repite el gobierno que, como siempre, apoyó sin condición a Israel. Y presenta las masacres cometidas por el Hamas en Israel como una continuación de los atentados del Bataclan (un sala de concierto en París, atentados del 13 de noviembre de 2015) o de Niza (en julio de 2016) para convencernos de que “estamos en guerra” (palabras de Macron en 2020). Mensaje que se telescopó con el asesinato del Dominique Bernard (el profesor de Arras) el 13 de octubre pasado, y con la guerra en Ucrania.

Estos acontecimientos se precipitan, con un fondo de dramas migratorios permanentes. En el mismo momento que millones de mujeres y hombres huyen de las guerras, de las catástrofes climáticas o de la ausencia de porvenir, se cierran todas las fronteras con doble llave. Cuando estas mujeres y estos hombres llegan a las puertas de Europa, ya no son presentados como victimas que merecen recibir refugio, sino como amenazas de las que hace falta protegerse absolutamente.

Le Pen es la primera en exacerbar este ambiente de “campo atrincherado”. Puede desplegar sin freno su hostilidad hacia los migrantes y los musulmanes, y pedir más autoridad, más fronteras, más policía y más ejercito. Estas ideas se han vuelto comunes, habituales, y son copiadas por mayor parte de los competidores de Le Pen. Ya preocupa a algunos una victoria de Le Pen en las próximas elecciones presidenciales. Aparte de que nuestro porvenir se decide quizás en Oriente Medio o en Washington, la llegada al poder de Le Pen sería la llegada al poder de un títere de la gran burguesía. Hace mucho tiempo que la heredera del Frente Nacional ha elegido entrar en el molde institucional y electoral. Se ha hecho la campeona de la derecha anti-inmigrantes. Si llegase al poder, se volvería superintendente del gran capital, como hicieron todos sus antecesores. Podría volver a nombrar Darmanin como ministro del Interior, pues no haría algo muy distinto de lo que se hace hoy o de lo que hace Giorgia Meloni, ex-admiradora de Mussolini, en la presidencia del Consejo italiano.

“No es fascista quien quiere”, explicábamos, porque el fascismo no es solo una cuestión de fraseología reaccionaria, pero también de clases sociales. Sin embargo, la situación puede cambiar brutalmente y lo que siguen Le Pen podrían tan pronto reanudar con los sueños fascistas del padre. Pero hoy, el RN (ex Frente Nacional) no desentonaría en un gobierno de unidad nacional. En Israel, Netanyahou ha instalado un gabinete de guerra con su principal rival Benny Gantz. Aquí también se puede imaginar tal gobierno, visto como tras cada atentado y cada nueva amenaza, las llamadas a la unidad son retomadas regularmente a coro del RN al PCF, pasando por EELV (verdes) y el PS.

Las delimitaciones políticas se difuminan bajo el efecto de los cálculos electorales, cada vez más tortuosos, teniendo en cuenta la desconfianza y la volatilidad del electorado. Una parte de Les Républicains (derecha tradicional) ha decido no votar la ley de jubilación a los 64 años. Para aislar Mélenchon, le PS, EELV, y el PCF aúllan con los lobos contra LFI (el partido de Mélenchon, La France Insoumise), acusado de complacencia ante el Hamas y el antisemitismo. Y asistimos, como escribe el diario Le Monde, “a la inversión de la figura del mal”, con la desdemonización del RN, y una demonización de LFI. Operación a la que el periódico Le Monde no es ajeno.

En la izquierda, la única fuerza política que ha encarnado "la figura del mal" fue, durante mucho tiempo, el Partido Comunista. Mientras Stalin buscaba la integración de la URSS en el orden imperialista a partir de los años 30 y empujaba a los partidos comunistas primero a una política de frentes populares y luego a la resistencia, el PC despertó durante mucho tiempo la desconfianza de la burguesía y, a los ojos del sistema político burgués, representaba un cuerpo extraño.

Lo que le descalificaba a los ojos de la burguesía eran sus vínculos con la burocracia soviética y, sobre todo, su presencia física y la dedicación de los militantes vinculados a los trabajadores tanto en las empresas como en los barrios obreros. No había adquirido su fuerza con sus arrebatos en la Asamblea Nacional. La había heredado del entusiasmo que la revolución rusa había suscitado en el proletariado de todo el mundo.

El PCF dilapidó este patrimonio al traicionar los intereses de la clase obrera. No le bastaba con mostrar un escudo blanco y lealtad al orden burgués para ser aceptado en el juego político como un partido como cualquier otro. Tenía que perder su credibilidad ante la clase obrera y volverse inofensivo a los ojos de la burguesía. Hoy, Fabien Roussel, secretario general del PCF, se ha convertido en el preferido de los políticos, porque le gusta hacer ruido poniéndose del lado del conformismo, del orden nacional, de su policía y de su ejército.

LFI no sólo no llena el vacío dejado por el PCF en la clase obrera, sino que no reivindica ni la revolución rusa, ni a Marx, ni la lucha de clases, ya que, según su líder de pensamiento Mélenchon, lo único que existe hoy en día es la lucha de los ciudadanos contra la oligarquía. Si LFI está actualmente condenada al ostracismo, no es porque constituya una amenaza social o política. LFI ni siquiera puede pretender tener más influencia en las clases trabajadoras que RN. Es simplemente el mejor saco de boxeo político para quienes, como el PS, no han digerido el final de la alternancia que les devolvió al poder de vez en cuando, o para quienes, necesitados de polémica y demagogia, desearían que todo el mundo pensara como ellos.

Islamo-izquierdistas para unos, quintacolumnistas para otros, la demonización mediática de LFI, a pesar de su total integración en el mundo de los políticos, da una idea de la apisonadora que aplastará a los opositores cuando el gobierno y el Estado decidan hacer marchar a toda la población al ritmo del tambor.

Este año ha estado marcado por la movilización contra el retraso de la edad de jubilación a los 64 años. Las manifestaciones fueron numerosas y masivas, y unieron al mundo del trabajo en una oposición clara. De principio a fin, la clase obrera estuvo presente. Sin embargo, esta movilización tuvo lugar bajo la égida de las centrales sindicales, "los agentes de la burguesía en el proletariado", como dijo Trotsky. Y no había obreros dispuestos a ir más allá del marco establecido por la intersindical, dirigida por la CFDT, confederación que pretende ser la más "responsable y constructiva" con respecto al orden social. Sin una huelga masiva y decidida, no había posibilidad de que aparecieran militantes del movimiento ni de que se constituyeran comités de huelga.

Para guiarnos en nuestra agitación y en nuestras intervenciones, nos basamos en el Programa de Transición de Trotsky. Fue escrito en 1938, en un período de crisis y de marcha hacia la guerra que en muchos aspectos se parece al nuestro. Pero los grandes acontecimientos nunca se repiten de forma idéntica. Se desarrollan de forma diferente, en distintas combinaciones y a distintas velocidades. El Programa de Transición no nos da un modelo a seguir. No olvidemos que hace apenas tres años, el objetivo de la indexación salarial no era más que una abstracción, dada la práctica desaparición de la inflación. En aquella época, la mayor parte de nuestra propaganda se centraba en el desempleo y la distribución del trabajo. Los acontecimientos pueden producirse de un momento a otro y poner en primer plano problemas que ayer mismo no existían. Por eso debemos tener suficientes vínculos con la clase obrera y un deseo constante de establecernos en ella para comprender las preocupaciones de los trabajadores y responder a ellas políticamente.

En ¿Qué hacer?, Lenin describe su enfoque de la construcción de la organización revolucionaria: "Exigir que todos los esfuerzos se dirijan a reunir, organizar y movilizar una tropa permanente". Este trabajo, explica, no separa a la organización de las masas, "siempre y cuando se ocupe exclusivamente de la agitación política amplia y multiforme, es decir, del trabajo que tiende precisamente a reunir y fundir en un todo la fuerza destructiva espontánea de la multitud y la fuerza destructiva consciente de la organización de los revolucionarios". Es necesario asegurar "que la organización socialdemócrata de combate tenga la flexibilidad indispensable, es decir, la capacidad de adaptarse en el acto a las condiciones de lucha más variadas y cambiantes con rapidez [...]. [...] Sería un error muy grave montar la organización del partido cifrando las esperanzas sólo en las explosiones y luchas de las calles o sólo en la “marcha progresiva de la lucha cotidiana y monótona”. Debemos desplegar siempre nuestra labor cotidiana dispuestos a todo, porque muchas veces es casi imposible prever por anticipado cómo alternarán los períodos de explosiones con los de calma [...] De la revolución misma no debe uno forjarse la idea de que sea un acto único, sino de que es una sucesión rápida de explosiones más o menos violentas, alternando con períodos de calma más o menos profunda."

Nuestra clase es el proletariado. Los reveses materiales y políticos sufridos por los trabajadores, y por ende por la sociedad en su conjunto, no son el fracaso del marxismo. Como escribieron Marx y Engels en El Manifiesto Comunista: "El carácter distintivo de nuestra época, de la época de la burguesía, es que ha simplificado los antagonismos de clase. Se ha limitado a sustituir los del pasado por nuevas clases, nuevas condiciones de opresión, nuevas formas de lucha". Esta evolución no ha cesado. El proletariado es aún más poderoso numéricamente que en la época de Marx y Engels.

Integrados en la globalización capitalista, los países más pobres de África, Asia y América Latina están transformando nuevos batallones de campesinos en proletarios. Este proletariado se añade al proletariado en evolución de los países imperialistas, pues mientras que en países como Francia han desaparecido antiguos bastiones obreros, aparecen otros nuevos, por ejemplo en el sector de los servicios. Sean cuales sean las derrotas y los reveses, el proletariado sigue siendo la única fuerza revolucionaria de la sociedad. Un despertar político de los explotados dirigido a derrocar el poder de la gran burguesía sería la principal amenaza para la clase dominante. Como han demostrado las grandes oleadas revolucionarias, ese despertar político podría contagiarse a escala internacional.

"La crisis de la humanidad puede reducirse a la crisis de la dirección revolucionaria del proletariado", escribió Trotsky en 1938 en el Programa de Transición. Esta crisis de dirección comenzó en la cúspide, con la traición de la socialdemocracia y el estalinismo. Desalentó y apartó de la actividad y la organización a una franja creciente de militantes, y luego se extendió al propio proletariado, en el cual se debilitó la conciencia de formar objetivamente una clase social. En cuanto a la conciencia política de clase, se ha vuelto marginal.

Es necesario reconstruir todo sobre la base de la clase obrera internacional, porque la salvación vendrá del proletariado o no vendrá. Si hay militantes para defender esta perspectiva, serán las futuras luchas de la clase obrera las que permitirán el renacimiento de un auténtico partido obrero revolucionario. Porque sólo un auge del espíritu de lucha y una renovada confianza de los trabajadores en sus propias fuerzas pueden hacer surgir en las empresas y en los barrios obreros miles de militantes dispuestos a consagrarse a las luchas de su clase y a la construcción de un partido revolucionario.

27 de octubre 2023