Este texto es una traducción de uno de los textos votados en el último congreso de Lutte Ouvrière, en diciembre de 2020, publicado en la revista Lutte de classe de diciembre de 2020-enero de 2021.
La crisis de la economía capitalista mundial, que agudiza la guerra social que libra la burguesía contra la clase trabajadora y que también puede alterar las relaciones entre las distintas categorías víctimas del gran capital, domina asimismo las relaciones internacionales. Aumenta la rivalidad entre las naciones imperialistas. Agrava la presión del imperialismo sobre los países pobres. Y resucita o refuerza numerosas tensiones entre naciones, etnias y religiones.
Al tiempo que ilustra a su manera lo profundo que es la unidad de la humanidad, la pandemia también ha puesto de relieve todos los defectos y contradicciones de la organización capitalista de la sociedad.
En todas partes, se observa la incapacidad de gestionar la pandemia de forma que no sea culpando a la población de su propagación, con el fin de ocultar las responsabilidades pasadas y presentes del Estado en la criminal insuficiencia de los medios materiales y humanos en la sanidad. Frente a un virus que se salta fronteras y distancias, los Estados nacionales van cada uno por su cuenta y erigen más barreras en vez de colaborar.
El dominio imperialista del mundo constantemente provoca, directa o indirectamente, la reacción de los pueblos oprimidos. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, apenas ha habido un solo instante sin un conflicto de este tipo. Las potencias imperialistas, adeptos del “divide y vencerás”, aprovechan y, por lo tanto, favorecen –o incluso fomentan– continuamente conflictos nacionales, étnicos, religiosos. Estos conflictos, cuyos orígenes se remontan a menudo a tiempos muy lejanos, se ven constantemente reavivados por las rivalidades entre las distintas potencias imperialistas.
La crisis, el empobrecimiento de las clases explotadas hasta en los ricos países imperialistas, y el afianzamiento de las ideas reaccionarias y xenófobas agravan esas tensiones. La creciente tensión en las relaciones internacionales en los últimos años muestra cómo conflictos locales pueden desembocar en guerras generalizadas.
La guerra civil en Siria, desencadenada en 2011 por la represión de Asad contra su pueblo, provocó una reacción en cadena en todo el Oriente Medio. Mediante el juego de alianzas, involucró a potencias regionales como Irán y Turquía. Esto llevó a la intervención de Rusia, así como la implicación de todas las potencias imperialistas en un grado u otro.
En el conflicto de este año entre Azerbaiyán y Armenia se observa la creciente implicación de Turquía, que por otra parte interviene cada vez más en la rivalidad entre los señores de la guerra que se enfrentan por el poder sobre Libia y sus recursos petroleros. Grecia y Turquía bien pueden pertenecer a la misma alianza militar, la OTAN; sin embargo, están al borde del enfrentamiento militar por el control de las aguas territoriales en el Mediterráneo oriental.
La guerra es una realidad sangrienta en varias regiones cercanas a Europa.
La posibilidad de una guerra ya forma parte de los temores de las masas populares en numerosos países. Este temor acabará alcanzando las masas populares de los propios países imperialistas.
Para las de Francia, las aventuras guerreras de su imperialismo en su antiguo imperio colonial so pretexto de “lucha contra el terrorismo” siguen apareciendo como una amenaza lejana que les concierne poco, sobre todo porque se libran con un ejército profesional. Pero el sentimiento de una catástrofe por venir se extenderá inevitablemente con la agravación de las tensiones internacionales.
Por otro camino hoy que en los años que llevaron a la Segunda Guerra Mundial, los objetivos planteados por Trotsky en el Programa de Transición (“La lucha contra el imperialismo y la guerra”) se vuelven actuales otra vez.
En los países imperialistas, entre ellos Francia, los dirigentes políticos no tocan, por el momento, el tema del "enemigo hereditario". Pero en lugar de ello, agitan la lucha contra el terrorismo.
Tanto las medidas antiterroristas interiores como las intervenciones militares exteriores están vinculadas y justificadas por la “defensa de la patria”. Esto es un fraude. Como dice el Programa de Transición, “bajo esta abstracción la burguesía entiende la defensa de sus ganancias y de su pillaje”.
Las numerosas guerras locales que tienen lugar en Asia o África evidentemente hacen la fortuna de los vendedores de armas. Al mismo tiempo, los gastos militares sirven como barómetro bastante fidedigno del empeoramiento de la situación internacional. Afirma el informe de un organismo internacional especializado que “los gastos militares han alcanzado su nivel más alto desde el final de la Guerra Fría”.
Al mismo tiempo, los enfrentamientos locales sirven como terrenos de entrenamiento para los ejércitos de las potencias, si no directamente, al menos a través de mercenarios. El crecimiento del número de mercenarios y ejércitos privados sigue la misma trayectoria que el de la venta de armamento.
Las alianzas militares que pueden llevar rápidamente a una guerra generalizada no se limitan a las alianzas oficiales, basadas en tratados diplomáticos. También están las alianzas forjadas entre los vendedores de cañones y aviones de los países imperialistas y sus clientes.
Yemen, por ejemplo, que no pertenece a la zona de influencia directa del imperialismo francés, es sin embargo un excelente mercado para sus vendedores de armas.
Las alianzas se establecen y se rompen en Libia según la correlación de fuerzas entre los señores de la guerra, pero también según las ventajas comerciales que pueden presentar los vínculos con uno u otro de los bandos en guerra. Desde Egipto hasta los Emiratos Árabes Unidos, la guerra civil en Libia implica a más países que los que hasta ahora han intervenido directamente sobre el terreno.
El mundo capitalista es un barril de pólvora. Las chispas ya son muchas, y cada una podría provocar reacciones en cadena susceptibles de desembocar en una guerra que involucre a las grandes potencias. Esto podría convertirse entonces en la primera etapa de una nueva guerra mundial.
Dos de las principales potencias del mundo, Estados Unidos y China, sólo están en la fase de las disputas verbales. Sin embargo, una guerra comercial ya ha empezado. Por el momento, se ve frenada por la interdependencia de las economías estadounidense y china, debida a la fuerte presencia de grandes trusts estadounidenses y, más en general, occidentales en China. Mientras el Occidente imperialista exporta capitales hacia China, China exporta mercancías hacia Occidente. La mitad de la industria china trabajaría para la exportación, de una manera u otra. Esta interdependencia es asimétrica: Estados Unidos es una potencia imperialista, mientras que China sigue siendo en gran medida un país pobre. Esta asimetría no sólo existe en el ámbito económico, sino que también se refleja en el ámbito militar y en la cantidad y calidad de sus respectivos armamentos.
Los puntos de tensión con implicaciones directamente militares ya existen. Es antiguo el asunto del apoyo de Estados Unidos a Taiwán, isla separada de China desde que Chiang Kai-shek fue derrotado en 1949 y se refugió allí. Es verdad que, en 1978, Estados Unidos reconoció la República Popular de China. Pero la actividad diplomática estadounidense, a la que se suman operaciones navales y ventas de armas, demuestra la voluntad de Estados Unidos de considerar a Taiwán como parte del arco de Estados, desde Malasia hasta el Japón y Filipinas, aliados para contener la influencia china. Lo cual amenaza con quitarle a China el acceso a los océanos Pacífico y Índico.
Los diminutos archipiélagos del mar de la China Meridional, las islas Paracels y Spratlys, son unos de los puntos calientes del planeta, donde se cruzan y se observan buques de guerra de China y los de Estados Unidos y de sus aliados en la región.
Aún no existe una dinámica como la que llevó a la Segunda Guerra Mundial, oponiéndose dos bandos imperialistas por el dominio del mundo. Sin embargo, Estados Unidos ya está preparando a su pueblo a la idea de un enfrentamiento con China. Para Trump, ¡hasta el coronavirus es chino, y la pandemia es un acto de guerra! Y esto no es sólo una manera de exonerarse de la incapacidad manifiesta de su régimen para combatir la propagación del virus.
Aquí en Francia, la “guerra contra el terrorismo”, con sus consecuencias internacionales, tiene el mismo objetivo de enrolar a la población. Los repetidos llamamientos a la “unión nacional”, ampliamente compartidos por todos los partidos de la burguesía, de un lado a otro del espectro político, apuntan a este objetivo. Todo ello se hace en nombre de la patria y su defensa, como es tradicional para justificar todas las guerras del imperialismo, incluso las más infames.
Al degradarse las relaciones internacionales, los comunistas revolucionarios tendrán que denunciar cada vez más esta estafa. Al patriotismo al estilo burgués, deben oponer el internacionalismo de los trabajadores, que forma parte de las perspectivas comunistas.
Si bien es indispensable la propaganda general por el internacionalismo, no es suficiente. Es preciso combatir día a día la política y el lenguaje de los partidos burgueses que, más allá de sus diferencias, defienden unánimemente su imperialismo. Todos tienen como objetivo, declarado o no, el acostumbrar a las masas populares a las guerras actuales o por venir.
Hay que rechazar la “unión nacional”, que está diseñada para ocultar la oposición fundamental entre los intereses de los explotados y los de sus explotadores, y que apunta a subordinar los primeros a los segundos. Hay que rechazar cualquier política que enfrente entre ellos a los proletarios de distintos países, incluso en su variante soberanista.
Vinculando los problemas planteados por los aspectos económicos de la crisis a sus consecuencias militares, el Programa de Transición especifica la reivindicación transitoria resultante de forma concisa: “¡Nada de programas de armamento, sino un programa de obras de utilidad pública!” Esto podría actualizarse así: “Dinero por la construcción de hospitales y para la formación y contratación de trabajadores en la sanidad, no por la industria de armamento.”
La política internacional de la burguesía es la continuación de su política nacional por otros medios.
La potencia imperialista que es Francia no puede hacer guerras justas. Las guerras que ya está librando o a las que se asociará son y serán guerras imperialistas.
La única manera de oponerse a las amenazas guerreras que llevan en sí las relaciones internacionales es volviendo a la única guerra justa de nuestros tiempos: la guerra revolucionaria del proletariado por el derrocamiento del poder de la burguesía. “El enemigo principal está en nuestro propio país”. Esta afirmación resume el contenido fundamental de la actitud de los revolucionarios comunistas; válida en la época de Karl Liebknecht, Lenin y Trotsky, sigue siendo válida hoy.
Estados Unidos
Con 225.000 muertos de la pandemia, Estados Unidos es el país con más víctimas del mundo. En Nueva York ya son 24.000 los muertos, más que Lombardía y tres veces más que la región parisina, que cuentan con una población mayor. En realidad, Nueva York tiene más muertos que cualquier otra metrópoli en el mundo. La pandemia afecta ahora hasta zonas rurales, debiendo a veces los enfermos cambiar de Estado para ser hospitalizados en urgencia, por falta de plazas.
Las razones de este desastre sanitario son muchas. Durante meses, para no mellar su balance económico, Trump negó la gravedad de de la amenaza sanitaria. Gobernadores republicanos hicieron lo mismo, negándose a cualquier confinamiento, antes de verse obligados a ello por la situación. Seguramente tiene también su importancia el hecho de que más de 30 millones de estadounidenses no tengan seguro médico, y que las condiciones laborales, como en los mataderos o en las fincas, sean las de una explotación feroz. Los trabajadores, los obreros, el personal sanitario y de asistencia domiciliaria, los más pobres, los negros y los hispanos están dos o tres veces más afectados que los ejecutivos y los más ricos, y están pagando un terrible tributo al desastre sanitario. Ya antes de la pandemia, la esperanza de vida había disminuido durante tres años seguidos, un hecho excepcional quizás debido a la crisis de opioides. Aunque Estados Unidos tiene un PIB por habitante siete veces más elevado que el de Cuba, la esperanza de vida no es mayor y la mortalidad infantil es más alta. Este es el precio que paga la población por las ganancias de las compañías de seguros privados y de la industria médica y farmacéutica.
La crisis del coronavirus ha provocado un desplome económico. Mientras el gobierno se jactaba del crecimiento y de una tasa de desempleo especialmente baja, el PIB cayó un 5% en el primer trimestre de 2020 y un 31% en el segundo. El número de desempleados pasó de 7 millones a principios de marzo a 30 millones a finales de abril, mientras que otros millones no pudieron registrarse por la saturación del sistema, o porque no cumplían con los requisitos de indemnización. Desde entonces se ha vuelto a crear empleos, por la reactivación de las empresas, pero la tasa de desempleo sigue siendo muy elevada: oficialmente de un 8%, ha sido estimada por el presidente de la Fed en un 11%, y en realidad se acercaría al 27%, una tasa comparable a la de la Gran Depresión. Lo que era presentado como desempleo temporal debido al Covid se está convirtiendo en desempleo permanente.
En cambio, los índices bursátiles casi han vuelto a alcanzar el punto en el que se encontraban antes de la pandemia. Tras una abrupta caída en marzo, el Dow Jones y el S&P 500 han vuelto a sus niveles anteriores. En cuanto al Nasdaq, el índice de los valores de las nuevas tecnologías, alcanza un récord histórico. Mientras las aerolíneas, los cruceros y los parques de atracciones están estancados, y miles de Pymes se vienen abajo, el sector financiero busca refugio en las Gafam, en PayPal, Netflix, Tesla o Teledoc (medicina a distancia), así como en las multinacionales farmacéuticas, en espera del premio gordo de la vacuna. Tras el Jueves Negro” de Wall Street en 1929, la bolsa tardó 25 años en recuperarse; en 2020, tardó menos de seis meses.
El primer motivo del optimismo de los especuladores es el apoyo estatal. Como en otros países, el gobierno federal hizo frente al colapso económico mediante la creación masiva de deuda. No sólo están los tipos de interés cerca de cero, sino que la Fed ha comprado masivamente las deudas de de las empresas, que de lo contrario habrían quebrado. La deuda pública representa ahora el 135% de la riqueza nacional producida cada año; que ya había pasado del 67% en 2008 al 103% en 2017. Dicho de otra manera, la economía estadounidense vive cada vez más a crédito, y esto no es una novedad. Trump ha anunciado un plan de recuperación de 2.000 miles de millones de dólares; Biden dice más: ¡2.200 miles de millones! Ambos quieren presentar la factura a las clases populares.
Mientras los propietarios de activos inmobiliarios y bursátiles ven aumentar su riqueza, la clase obrera se empobrece. La cuarta parte de los estadounidenses sería incapaz de satisfacer sus necesidades alimenticias y depende de la ayuda para alimentarse. El problema no es nuevo, pero la crisis y la eliminación de millones de empleos en muchos sectores lo han agudizado. Ya en la primavera, muchas familias trabajadoras que no podían reembolsar su préstamo inmobiliario o pagar su alquiler se han visto amenazadas de desahucio de su vivienda, lo cual recuerda las dramáticas consecuencias de la crisis de 2007-2008.
A nivel político, este año estuvo marcado en junio por una amplia movilización contra el racismo y la violencia policial, tras el asesinato de George Floyd en Minneapolis. Las protestas fueron masivas, hasta en Alaska, y en ellas participaron muchos negros, pero también blancos antirracistas. Pero al reclamar una reforma de la policía, la movilización se ha topado con una contradicción irresoluble en el marco actual: el capitalismo estadounidense se edificó en base a la esclavitud y la división racial, y la policía es un instrumento indispensable para la dominación de clase.
Mientras que Biden y los demócratas han tratado de explotar la rabia provocada por el asesinato de George Floyd; Trump, en cambio, ha apostado por la oposición directa a los manifestantes, alentando demagógicamente el racismo contra los negros. En varias ciudades, milicias de extrema derecha han salido a la luz, como en Portland (Oregón); mataron a manifestantes antirracistas, como en Kenosha (Wisconsin); o planearon el secuestro de una gobernadora demócrata, en Michigan. Esos grupos son minoritarios, pero tienen apoyo en una parte de la opinión y hasta en la Casa Blanca. Si Trump pierde, puede que busquen vengarse sobre los negros. Si empeora la crisis y se agrava la situación social, podrían desempeñar un papel más amplio de fuerza armada supletoria al servicio del capital.
El resultado de las elecciones presidenciales aún se desconoce. La votación es el 3 de noviembre, pero nadie sabe cuándo exactamente se decidirá la elección, porque posiblemente habrá litigios. Además, en este modelo de democracia del mundo capitalista, el ganador de las elecciones no es necesariamente el que gana en las urnas… En cualquier caso, el favorito en las encuestas, Joe Biden, está bien visto por los financieros. Si se mide su valoración por los aportes de los grandes capitalistas, está incluso por delante de Trump. ¿Por qué sería de otra manera? Biden lleva casi 50 años siendo un político burgués tan insulso como leal. Al igual que Trump, propugna “producir americano con empleos americanos” y planea seguir el pulso con China. Así es, la burguesía está tranquila. Sabe que, con Biden, aunque vengan sumándose millones y millones de parados más, el dinero federal seguirá llegando a las grandes empresas, y la bolsa seguirá floreciendo.
Oriente Medio
Los conflictos de influencia, las consecuencias de las intervenciones militares de varias potencias regionales y del imperialismo se suman para hacer de Oriente Medio una zona de tensión permanente. Desde Yemen hasta Siria y Libia, las situaciones de guerra o de guerra larvada se mantienen, y en cualquier momento pueden desembocar en conflictos más violentos y amplios. Ahora es la crisis económica la que viene a extremar las tensiones, haciendo insoportable la situación de las masas. También agudiza las tendencias belicosas de los distintos regímenes.
Tras Irak e Irán, este año fue en Líbano donde ha surgido un amplio movimiento popular. El papel peculiar de este país, en el centro de las transacciones bancarias y de los flujos financieros regionales, le permitió durante mucho tiempo mantener a una pequeña burguesía relativamente acomodada. Se han agotado esas fuentes, llevando el país a una crisis económica más violenta aún por los intentos de los dirigentes de retrasarla mediante maniobras financieras. La fuga de capitales provocó la caída de la divisa libanesa y el rápido hundimiento de la mayoría de la población en la miseria. La revuelta popular, superando las divisiones religiosas, se dirigió hacia el sistema político, su corrupción, su incapacidad para gestionar el país con un mínimo de coherencia, como lo evidenció la catastrófica explosión en el puerto de Beirut, el pasado 4 de agosto. La demagogia de Macron que insta a los dirigentes libaneses a reformarse, no puede hacernos olvidar que el Líbano, tal y como es hoy, es una creación del colonialismo y del imperialismo francés. Quisiera éste que Líbano siga siendo un punto de apoyo para su presencia en Oriente Medio. Sus requerimientos para restablecer la situación financiera del país son llamamientos a los dirigentes libaneses para que se muestren capaces de hacerle pagar a su población y de hacerle soportar su dramático empobrecimiento.
Durante el mandato de Trump, el apoyo de Estados Unidos al gobierno israelí ha abandonado cualquier forma de recato. Reconocimiento de Jerusalén como capital y establecimiento de la embajada de Estados Unidos en esa ciudad, reconocimiento de la “legalidad” de las colonias en Cisjordania y de la anexión del Golán: Estados Unidos respalda incondicionalmente la política israelí de hechos consumados. Por demagogia hacia la extrema derecha, especialmente los colonos, Netanyahu ha afirmado su voluntad de anexionar parte de la Cisjordania ocupada. Pero una cosa es la demagogia y otra la aplicación. Sobre todo porque tal decisión está lejos de contar con el apoyo unánime de los dirigentes israelíes, incluidos los del ejército, algunos de los cuales consideran que dejar que la Autoridad Palestina mantenga el orden en la parte de Cisjordania que administra sigue siendo la opción menos costosa. Inicialmente prevista para el 1 de julio de 2020, esta anexión fue primero pospuesta sin ninguna explicación real y finalmente aplazada sine die a cambio del reconocimiento oficial del Estado de Israel por parte de los Emiratos Árabes Unidos y Baréin. Este acuerdo permitió a Netanyahu evitar tener que cumplir su promesa a los partidarios de un Gran Israel. Por su parte, los Emiratos Árabes Unidos y Barein, a los que posteriormente se sumó Sudán, ya ni siquiera se sienten obligados a mostrar una solidaridad fingida con la reivindicación de los palestinos de un Estado propio. La normalización de sus relaciones con Israel es, sin duda, más prometedora desde el punto de vista comercial y financiero, por no hablar del mayor apoyo que han podido recibir de Estados Unidos como resultado de su decisión. La mayoría de los Estados árabes consideran ahora al régimen de Teherán como su principal enemigo, e Israel como un posible socio en su lucha contra Irán.
En realidad, siempre ha sido meramente simbólico el respaldo de los Estados árabes a los derechos de los palestinos. Lo afirmaron durante años para no aislarse de la opinión de las poblaciones árabes, al tiempo que no vacilaban en ejercer una represión sangrienta de los movimientos palestinos cuando éstos amenazaban con desestabilizar sus regímenes. En el Septiembre Negro de 1970 en Jordania o en la guerra civil en Líbano, fueron los Estados árabes los que pararon el desarrollo de las organizaciones nacionalistas palestinas. Lo cual ayudó a Israel a reforzar su posición, y a sus gobiernos a negar al pueblo palestino cualquier reconocimiento de sus derechos.
Sin embargo, la política israelí se enfrenta a una contradicción. Al seguir rechazando cualquier acuerdo con los palestinos y al multiplicar los hechos consumados en sus territorios, los dirigentes israelíes hacen que la llamada solución de dos Estados sea cava vez más hipotética. Pero la completa anexión de Cisjordania sería integrar a Israel una población árabe que podría superar en número a la judía, una población que no podría aceptar indefinidamente una situación de apartheid. Por lo tanto, como siempre ha sucedido desde la creación de Israel, sus dirigentes siguen rechazando cualquier acuerdo real con los palestinos.
En los márgenes de la región, el intervencionismo turco turco de Erdogan es una respuesta a la grave crisis de su economía. Después de un periodo de relativa prosperidad, los mercados que podían ofrecerle Siria, Irak e Irán se han reducido. A ello se suman las consecuencias del agotamiento de los flujos turísticos y de la crisis sanitaria. La política de prestigio de Erdogan ha llevado al país a una situación de endeudamiento masivo a la que ya no puede hacer frente. Tiene como consecuencias la caída de la moneda, el empobrecimiento de la mayoría de la población y el descrédito del poder. Su respuesta consiste en gesticulaciones permanentes y intervenciones contra los Kurdos, en Siria, en Libia, en el Cáucaso, por no hablar de las acusaciones a Francia en nombre de la defensa de los musulmanes. El régimen turco también procura hacerse con parte de las riquezas petroleras y gaseras del Mediterráneo oriental y cuestionar el reparto de las aguas territoriales con Grecia, aunque ello suponga el riesgo de una guerra contra este país. La otra cara de esta política es la tensión constante mantenida en el interior de Turquía, las continuas detenciones, la represión y la denuncia de supuestos conspiradores. Este régimen, que se siente amenazado, sólo consigue mantenerse a este precio.
En todos los países de Oriente Medio, pero también en el Magreb o en Turquía, la crisis sanitaria ha añadido sus efectos a los de una crisis económica ya catastrófica. Ha llevado a un nuevo deterioro de la situación de las masas, pero tiende también por el momento a paralizar sus reacciones. En Argelia, la epidemia llegó en el momento oportuno para que el régimen detuviera el movimiento de protesta que continuaba desde febrero de 2019, y para que diera un giro represivo. No obstante, en todos esos países, la situación sigue siendo explosiva. Frente a unas condiciones cada vez más insostenibles, las reivindicaciones y las revueltas volverán a surgir.
Irak, Yemen, Siria, Libia, y ahora Líbano muestran cómo el dominio imperialista puede arruinar países enteros, mediante la destrucción física y material o mediante la destrucción de su economía. Acabar con este dominio del imperialismo requerirá la destrucción de los regímenes dictatoriales que son sus intermediarios, y la eliminación de las fronteras con las que el imperialismo ha dividido la región.
Rusia y su “extranjero cercano” sacudidos por las crisis
Los Estados de la ex Unión Soviética, la mayoría de los cuales ya se encontraban en un estado de crisis casi permanente desde la disolución de la URSS hace tres décadas, están viendo estas crisis tomar a veces un giro explosivo con la profundización de la crisis de la economía mundial.
En Kirguistán, uno de los cinco miembros de la zona de libre comercio formada en torno a Rusia, la sucesión de elecciones amañadas seguidas de disturbios condujo al derrocamiento del gobierno. Como ya sucedió en 2005 y 2010 en semejantes circunstancias. Desde hace quince años, la corrupción el autoritarismo de los clanes en el poder y el continuo empobrecimiento de la población han provocado “revoluciones” llamadas de colores en Ucrania, Georgia, Armenia, Moldavia y en Asia central.
La guerra ha vuelto a estallar entre Azerbaiyán y Armenia por el Alto Karabaj, teniendo como telón de fondo la huida hacia delante de las camarillas dirigentes de estos países y regiones, que intentan hacerle olvidar a la población sus responsabilidades en el empobrecimiento general; con el trasfondo de la rivalidad y competencia guerrera entre Rusia y Turquía para imponerse como potencia tutelar del Cáucaso.
En 1988, en tiempos de la URSS, cuando los burócratas que dirigían sus 15 repúblicas se afanaban en repartirse sus pueblos y riquezas compitiendo en demagogia esencialmente nacionalista, Alto Karabaj, con su población en mayoría armenia, se separó de Azerbaiyán, del que hasta entonces dependía administrativamente.
Seis años de “limpieza étnica” y guerra dejaron 30.000 muertos y más de un millón de desplazados en toda la región. Desde entonces, estas poblaciones, que durante siglos habían compartido un mismo territorio, han estado sumidas en un clima de hostilidad armada entre ellas, mantenido por sus dirigentes y sus padrinos, las grandes potencias.
La Revolución de Octubre de 1917 proclamó el derecho de los pueblos a disponer de sí mismos y dio a los pueblos de la antigua Rusia zarista la mayor libertad en cuanto a la manera de organizar su vida colectiva dentro del país de los soviets. Sin embargo, no tenía capacidad para resolver “la cuestión nacional” en el marco de un solo país, aislado y pobre además. Este objetivo –como muchos otros por los que luchaban Lenin, Trotsky y sus camaradas– sólo se hubiera podido alcanzar si la revolución socialista, al triunfar al menos en varios países desarrollados, hubiera permitido a toda la sociedad, en su diversidad nacional, elevar su nivel de existencia material y cultural.
Pero durante los años 1920, la revolución retrocedió en Europa. En la URSS, esto permitió que una burocracia contrarrevolucionaria usurpara el poder de la clase obrera. Aplastando a todos y todo bajo su dictadura, la burocracia estalinista también pisoteó los derechos de los pueblos, algunos de los cuales (chechenos, tártaros de Crimea, etc.) fueron incluso deportados.
Sin embargo, y a pesar de todo el horror de estalinismo, más de un centenar de nacionalidades convivieron de manera generalmente pacífica durante siete décadas, dentro de este vasto conjunto multiétnico que era la Unión Soviética.
Uno de los aspectos más espantables del retroceso histórico que ha significado la desaparición de la URSS para sus pueblos es que vuelven a ser desgarrados por las alambradas de las fronteras artificiales, mientras sus vidas son ensangrentadas, como lo fueron bajo el zarismo, por pogromos, por odios nacionales instrumentalizados desde arriba.
Lo mismo ocurre en el este de Ucrania. Su población es rehén de las camarillas burocrático-mafiosas nacionales en el marco de un pulso entre Occidente y Rusia. El resultado son miles de muertos, un sinfín de destrucciones y un chovinismo vengativo que está envenenando la vida social en Ucrania como en Rusia.
En Rusia, Putin lleva veinte años jugando con el nacionalismo para mantenerse en el poder. Pero las políticas que el régimen ha implementado frente a las consecuencias de la crisis global en el país, con el objeto de proteger los ingresos de los privilegiados y de los ricos a expensas de las clases trabajadoras, socavan el consenso “popular” que constituía la base del bonapartismo ruso. Para consolidar su poder, el amo del Kremlin acaba de otorgarse una especie de presidencia vitalicia.
El pasado verano, en Bielorrusia, el presidente Lukashenko se vio desestabilizado cuando su fraudulenta reelección echó a la calle a multitudes de manifestantes, y luego a la huelga a decenas de miles de obreros. A pesar de una continua represión, Lukashenko todavía no ha recuperado el control, aunque cuenta con el respaldo de Putin –quién sabe que los efectos de la crisis global también podrían estremecer su régimen– así como con el respaldo, más hipócrita, de los Estados del occidente europeo, que temen que el caos político y social se instale a sus puertas.
Esta “última dictadura de Europa”, como dicen los dirigentes europeos que no le perdonan haber conservado algunos rasgos del régimen soviético, se mantiene desde hace 26 años. Esto se debe a que el régimen, al tiempo que asegura las prebendas de los burócratas, no ha procedido, o no tanto como en Rusia y Ucrania, a las privatizaciones mafiosas, la supresión de ventajas sociales de la época anterior y las “reformas” de mercado que empobrecieron brutalmente a la población del resto de la ex URSS.
Pero al debilitar el papel de intermediario comercial entre Rusia y Occidente, que le benefició al régimen bielorruso durante largo tiempo, la crisis global le obligó a cambiar drásticamente el “pacto social” en el que se asentaba. Ha atacado las condiciones de existencia de la clase obrera y ya no permite a la pequeña burguesía esperar enriquecerse como antes.
De ahí el carácter contradictorio de las protestas actuales: por una parte, una pequeña burguesía que mira hacia el oeste, y por otra parte clases populares que sienten que, si bien el régimen es su enemigo, no por tanto es su aliado la oposición liberal. Ni siquiera cuando llama a la unidad de los trabajadores… detrás de sus objetivos políticos e intereses de clase.
Por supuesto, los trabajadores de Bielorrusia tendrían el mayor interés en aprovechar las protestas contra el autócrata Lukashenko para organizarse y plantear sus propias reivindicaciones. No sólo para disputar a la oposición liberal –y de hecho pro-burguesa– su pretensión de dirigir la lucha de toda la población contra el régimen, sino más aún para demostrar que lleva en sí otra forma de organización económica de la sociedad que el paternalismo mafioso de la burocracia o la vuelta al seno del mercado, y por tanto de la dominación imperialista: un sistema dirigido por la clase obrera;un sistema socialista que no se ciña a un cambio aun radical en un solo país –algo imposible–, sino que se fije como perspectiva el derrocamiento del capitalismo y de cualquier forma de opresión a escala mundial.
Esta perspectiva no la defiende ningún partido en la crisis bielorrusa. Tampoco se defendió, y desde hace mucho tiempo, en ninguna de las crisis en las cuales, en otros países, la clase obrera se vio obligada a luchar, incluso a veces ocupando el centro del escenario, como lo hizo durante varias décadas en Europa del Este, y especialmente en Polonia.
La rápida agravación de la crisis del mundo capitalista impone, más que nunca, que organizaciones vuelvan a defender esta perspectiva, ante los trabajadores y, en su nombre, ante todas las capas sociales que buscan sacudir un orden injusto y cada vez más insoportable. Construir organizaciones revolucionarias, comunistas, implantadas en la clase obrera, es una tarea urgente y primordial. Es la única tarea verdaderamente fecunda para sacar a la humanidad del callejón sin salida de las luchas defensivas contra los males con los que el capitalismo la azota, y la seguirá azotando cada vez más hasta que la revolución obrera acabe con este sistema.
30 de octubre de 2020