Rusia: la guerra de Putin en Ucrania y contra su propio pueblo

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Textos del mensual Lutte de classe - Septiembre-Octubre de 2023
Septiembre-Octubre de 2023

La rebelión de Prigozhin y sus mercenarios este verano, así como las circunstancias que la rodearon, demuestran que la “intervención militar especial” del Kremlin en Ucrania no sólo ha puesto a prueba las capacidades económicas, humanas y militares de Rusia, sino al propio régimen. También ha revelado las crecientes fracturas de lo que constituye su base: la alianza más o menos coaccionada de la burocracia rusa, heredera lejana de la burocracia estalinista, y una capa de ricos hombres de negocio con su especificidad postsoviética, los oligarcas. Este estrato burgués, surgido de la burocracia, ha prosperado bajo su amparo al integrarse cada vez más en los mercados mundiales. Ahora exige más o menos abiertamente que se le perdonen las consecuencias de las políticas del Kremlin, ya que las sanciones occidentales han afectado los intereses empresariales de los oligarcas, así como a sus intereses personales, bloqueando sus activos y cuentas en Europa y América, prohibiéndoles viajar y disfrutar de sus yates, villas, etc. en el extranjero. Algunos han llevado su caso a los tribunales estadounidenses, argumentando que no tuvieron ninguna implicación en la guerra de Putin. Esto coincide con la postura antibélica adoptada por otros oligarcas y con un deseo de librarse de la tutela de la burocracia y su sistema, si bien no se trata aún de emanciparse.

Como otras guerras anteriores, la actual está sirviendo como catalizador de las tensiones sociales y, en última instancia, como acelerador de la lucha de clases, que no sólo afecta a las relaciones burocracia-oligarquía sino también, como veremos, al empeoramiento de la situación de las clases trabajadoras como consecuencia de las políticas del Kremlin.

Un desastre polifacético

Desde que el ejército ruso recibió la orden de invadir Ucrania, el 22 de febrero de 2022, la guerra que asola el país va para largo. Los estrategas de las potencias imperialistas no dejan de repetirlo, y hacen todo lo posible, entregando cada vez más armas a Kiev, mientras en Rusia la guerra tiene efectos cada vez más visibles.

Aunque los dirigentes de cada bando hacen de sus pérdidas un secreto de Estado, se evalúa que Rusia y Ucrania compartirían a partes iguales el sangriento balance de 500.000 víctimas civiles y militares, según la vicesecretaria general de la ONU. Para Rusia, ya no se trata sólo de civiles movilizados en masa y de “voluntarios” reclutados entre los pobres procedentes de regiones desfavorecidas o en las cárceles, como ocurría al principio del conflicto. Todos los días, o casi, drones ucranianos atacan provincias rusas en la frontera, si no más lejos del frente. A esto se añaden todas las víctimas civiles en cuatro provincias del sur y el este de Ucrania, anexionadas por Rusia en 2022, como lo fue Crimea en 2014.

Así que pronto se superará el medio millón de muertos y heridos anunciado por la ONU, en lo que algunos comentaristas describen como una guerra de atrición, por no decir directamente una guerra de desgaste, que devora cada vez a más seres humanos y destruye todo lo necesario para la vida de la sociedad.

La OTAN no libra su guerra sólo con tanques y misiles, y Putin ha reconocido que las sanciones occidentales están pesando sobre la economía rusa, pero llegar a afirmar (como hacen algunos medios) que Rusia está tan agotada que estaría pidiéndole armas a la débil Corea del Norte, está muy lejos de la realidad. Lo mismo ocurre cuando ellos y sus gobiernos presentan a Ucrania como necesariamente democrática, porque es prooccidente, mientras que el régimen de Zelensky es tan corrupto como el de Putin, al que se parece mucho a la hora de atacar los derechos básicos de los trabajadores y las minorías nacionales en su suelo.

Tampoco debe sorprendernos el que los medios de comunicación y los dirigentes occidentales guarden silencio sobre las verdaderas causas de la guerra: la continua presión de los Estados imperialistas durante más de treinta años, para expulsar a Rusia de su zona de influencia en Europa y, por tanto, de Ucrania, haciendo del Estado ucraniano un peón de su política, y de su población el brazo armado y las víctimas de esa política.

Mientras luchan entre sí mediante sus pueblos, los dirigentes del bando ruso y los de enfrente, incluidos sus patrocinadores occidentales, parecen temer que, a medida que se prolongue el conflicto, sus dramáticas consecuencias para la población acaben por llevarla a no aceptar más pasivamente esta guerra y a sus responsables. De ahí las medidas preventivas y muy visibles adoptadas por Zelensky, las repetidas purgas en el seno de un aparato estatal integrado por depredadores que quieren enriquecerse aún más rápido que en tiempos de paz. ¿Será suficiente para convencer a la población que entregue su vida, como se lo pide la gente que acumula fortunas mediante la prevaricación, refugiada lejos de la línea del frente? No es seguro.

En Rusia, Putin también juega a este juego. Pero desde la rebelión de Wagner, ha tenido que navegar entre polos opuestos: no debe ignorar el descontento latente de las masas ante el reclutamiento masivo de soldados y el coste humano y social de la guerra en general; debe conservar el respaldo de la jerarquía militar, que el asunto Prigozhin ha demostrado que no es, o ha dejado de ser, tan unánime en su apoyo al Kremlin; y, lo que es más grave para el jefe de la burocracia rusa, está el aparato estatal, que se ve dividido entre clanes, cuando no entre políticas distintas de las del Kremlin. En 1999-2002, Putin basó su poder en la popularidad que le había traído el restaurar cierta estabilidad, al restablecer la “vertical del poder”, tras la década de caos y desintegración del Estado como consecuencia de la caída de la URSS. Detrás de esta imagen, es la estabilidad del régimen lo que el periodo actual podría socavar.

Subida de los precios y de la pobreza

En Rusia, en vísperas de la guerra, el 1% de la población ya poseía el 60% de la riqueza; la guerra ha ampliado aún más este abismo de injusticia social. Así lo demuestra la publicación de los últimos balances bancarios. Existe una brecha enorme entre los sectores que operan en nombre de los más ricos y los que conceden préstamos al mayor número de personas, desde la pequeña burguesía que compran una vivienda hasta los trabajadores que luchan por llegar a fin de mes.

El Banco Central ha calificado de “récord absoluto” los beneficios de los bancos rusos en el primer semestre: ¡1,7 billones de rublos! Sin embargo, el diario económico Kommersant señala que, si bien las transacciones en divisas, impulsadas por la fuga de capitales, han contribuido a este éxito, el volumen de préstamos a particulares ha caído en picado, y con él los beneficios de las grandes entidades de crédito, que se han multiplicado por 17 en el caso de Alpha-Bank y por 19 en el caso de VTB.

Este contraste refleja a su manera la oposición de clases entre la suerte de los acomodados y la de los trabajadores. Estos últimos tienen cada vez menos posibilidades de obtener créditos, incluso para el consumo cotidiano. Por otra parte, las empresas, las personas que las poseen, así como los burócratas han protegido la parte de su riqueza que estaba en Rusia, convirtiéndola en dólares o sacándola del país con la ayuda de ciertos bancos rusos que se han aprovechado de ella.

Es cierto que no es nada nuevo, pero una vez más observamos que buena parte del valor creado en el país, fruto de la explotación de la clase obrera, ni siquiera se utiliza para desarrollar la economía rusa, aunque ésta pretenda estar abierta al mercado. Todo fluye hacia los circuitos mundiales del capital, alimentando los beneficios del sector financiero de los Estados imperialistas y sus paraísos fiscales…

Oficialmente, la fuga de capitales se cuadruplicó del verano de 2021 al verano de 2022, alcanzando los 253.000 millones de dólares, es decir, el 13% del producto interior bruto de Rusia. Los medios de comunicación se han referido a lo ocurrido en los años 90, y de nuevo en 2008 con la última crisis financiera mundial. Esta vez, sin embargo, también hay que tener en cuenta los efectos financieros de la salida de algunas empresas occidentales, aunque se pretenda que sea temporal y a pesar de que más de la mitad de las multinacionales que operan en Rusia – no sólo estadounidenses, sino también francesas y alemanas – no tengan intención de marcharse. Para ellas, guerra o no, los beneficios son lo primero.

No obstante, con la fuga masiva de capitales y las sanciones occidentales, se ha disparado la inflación y se ha desplomado el rublo. Desde enero, el rublo ha perdido casi un 30% frente al dólar y el euro, lo que ha disparado el coste de los bienes importados, así como de otros artículos de primera necesidad producidos localmente, que ya están pasando una elevada factura a las clases trabajadoras.

Lo publicado sobre la reunión de Putin con el jefe del servicio federal de alguaciles da una idea más concreta de este empobrecimiento. De unos 140 millones de rusos, 13 millones ya no pueden pagar sus deudas. Créditos al consumo, multas, impuestos, gastos de vivienda… son 20.000 millones de dólares de deuda acumulada, lo cual representa sólo el 8% de todo el dinero que los ricos y los superricos han sacado del país en un año, y sin embargo Putin ha declarado que estas deudas no pueden perdonarse, porque de ser así “la economía se hundiría”. Para evitarlo, el jefe de los aguaciles explica que, aunque “no queda prácticamente nada que quitarle a esta gente, lo intentamos de todos modos…”. Esto deja muy claro a qué se han visto reducidos los pobres y evidencia los métodos que los propietarios y gobernantes utilizan contra ellos.

Últimamente han estallado huelgas aquí y allá: por aumentos salariales en el metro de Moscú, entre el personal sanitario de Novokuznetsk. Pero lo más frecuente es que surjan por el impago de meses de salario, una práctica de los años 90 que se está recuperando, en un contexto de ralentización o interrupción en fábricas privadas de suministros y tecnología procedentes de Occidente, o por la desvinculación de empresas occidentales, como en la industria automovilística. Pero hay que tener en cuenta que las autoridades se muestran prudentes cuando se producen huelgas en regiones donde está implicado un sector que pesa en la actividad local. Sobre todo, si existe una tradición de reacciones obreras que podrían federar el descontento popular. Precisamente es lo que a finales de agosto intentaron evitar las autoridades en Kuzbass, la principal cuenca hullera de Siberia: el vicegobernador de la región de Kemerovo prometió a los huelguistas de tres empresas mineras que iban a cerrar que el Estado les pagaría los salarios atrasados, pero añadió el consejo de que se buscasen otro trabajo por su cuenta…

Un próspero complejo militar-industrial

Durante mucho tiempo, el Estado ruso consiguió evitar que las empresas sufrieran escasez de mano de obra, lo que habría disparado los sueldos y, por tanto, los costes de producción, pero el riesgo ha venido aumentando a medida que la población ha ido disminuyendo, por razones sociales (crisis repetidas, descenso del nivel de vida, bajada de la natalidad y subida de la mortalidad, temores sobre el futuro, jóvenes licenciados que abandonan el país) y demográficas (la generación del baby-boom se jubila). Como respuesta, Rusia ha recurrido a las antiguas repúblicas soviéticas. Desde su “extranjero cercano” llegaron tayikos para ser empleados en la construcción y los mercados, uzbekos al sector de servicios, ucranianos y moldavos empleados en todas las ramas…

Esta mano de obra, vital para la economía, se dio cuenta de que los sueldos en Rusia, si bien eran bajos, superaban los de su país, lo que les permitía enviar dinero a casa. Sin embargo, con la erosión del valor del rublo y su posterior caída, incluso frente al somoni (la moneda de Tayikistán), un trabajador tayiko ya no puede comprar 300 dólares sacrificando buena parte de su paga de 60.000 rublos (570 euros) para enviarla a su familia, sino la mitad de este importe. Como resultado, entre 2019 y 2022, el número de trabajadores procedentes de la antigua URSS ha caído un 15%, y todo apunta a que la tendencia va a seguir así.

Por tanto, a la economía le van a faltar millones de brazos y cerebros. Tanto más cuanto que el ejército se ha llevado a cientos de miles de hombres que faltan a la mano de obra industrial, el transporte o el comercio, donde casi todos los trabajadores son ahora mujeres. Algunos trabajadores entraron en el ejército contra su voluntad otros habían firmado un contrato – no siempre cumplido, de ahí las protestas a veces colectivas – prometiendo una paga tres veces superior a su salario. Y un millón de hombres han desaparecido del mercado laboral porque huyeron de Rusia para escapar a la movilización, siendo la mayoría de ellos jóvenes cualificados, ingenieros, informáticos, y las empresas son incapaces de sustituirlos. Tanto más cuanto que un fenómeno, debido a la intensificación de la guerra, agrava esta situación.

Para reemplazar los vehículos blindados, helicópteros y cañones destruidos en masa en Ucrania, y simplemente para producir los proyectiles y balas que necesita el ejército, las fábricas del sector militar tienen que estar trabajando a pleno rendimiento. Según el ex primer ministro y vicepresidente del Consejo de Seguridad, Dmitri Medvédev, “las cadenas de montaje funcionan ahora en modo 3x8, y el complejo militar-industrial producirá tantas armas como sea necesario.

Rusia dispone de los medios, heredados del sistema de la antigua Unión Soviética, para producir estas armas gracias a su complejo militar-industrial (el VPK). Se trata de una red de fábricas públicas y semipúblicas eficaz y muy concentrada. Es más, el Estado ruso ha redirigido una parte colosal de su presupuesto al VPK. Pero la industria armamentística no funciona por sí sola. Antes de la guerra, empleaban entre 2,5 y 3 millones de trabajadores. Con la guerra y los famosos 3x8, probablemente necesiten el doble.

Para encontrarlos, los servicios de búsqueda de empleo están llenos de anuncios atractivos. Por ejemplo, una fábrica ofrece 100.000 rublos (960 euros) por una montadora de obuses, aunque no tenga experiencia ni formación: se trata de un sueldo antes reservado a los trabajadores de Moscú o de San Petersburgo. La necesidad es tan grande que las empresas ofrecen pagarle la formación, el traslado y el alojamiento si se viene de otras partes, incluso de lejos de los grandes centros, siempre que se venga a montar obuses.

Si bien, como en cualquier guerra, el sector armamentístico atrae mano de obra con sus puestos de trabajo garantizados, si bien ocupa una parte creciente del presupuesto, esto sólo puede ir en detrimento del resto de la economía. En Rusia, la militarización de la sociedad trastorna circuitos económicos de probada eficacia. Esto es lo que dicen los directivos de otros sectores de fábricas cuya producción atañe directamente a las necesidades de la población. Se quejan de la escasez de personal en todas sus profesiones, y algunos afirman que, en la industria alimentaria, esto provocará interrupciones en el suministro a la población.

Para conjurarlo, al menos durante un tiempo, y evitar que la población note que le falta de todo cuando a la industria bélica no le falta nada, el gobierno recurrirá probablemente a las importaciones. Sin embargo, la consiguiente salida de divisas – y probablemente pase mucho tiempo hasta que los BRICS acuerden una moneda de sustitución al dólar en sus intercambios comerciales – el rublo seguirá debilitándose y la inflación disparándose. Y les pasará factura a los ciudadanos de a pie, a los pensionistas y los trabajadores.

Putin y los demás dirigentes de la burocracia, que dicen defender los intereses del “pueblo ruso”, sólo le están ofreciendo armas, cuando no ataúdes, en lugar de mantequilla. Porque están librando una guerra, tanto en el frente ucraniano como en el interno, contra las clases trabajadoras de Rusia – y de Ucrania.

Entre el golpe y la caída

A finales de junio, la rebelión de Wagner movilizó a 25.000 mercenarios, lo cual es una cifra ridícula frente a los 1,15 millones de hombres del ejército regular. Además, los paramilitares sólo han desempeñado un papel marginal en la maquinaria de guerra del Kremlin. ¿Pudo este minigolpe, abortado al cabo de 48 horas, arrastrar a secciones del ejército? En cualquier caso, no fue así. A pesar de ello, el Kremlin estuvo lo suficiente preocupado como para que Putin se exiliase a la lejana Valdai y para que los ministros huyeran de la capital, donde las fuerzas de seguridad habían levantado barricadas.

Es verdad que el ejército ruso no siguió su ejemplo, y menos aún la Guardia Nacional, el gran cuerpo que Putin creó para mantener el orden en el país. No es menos cierto que, a medida que el convoy de blindados de Prigozhin se dirigía hacia Moscú, fue capaz de ocupar las principales ciudades sin combatir. También es notable que los mismos oficiales superiores que no habían dado la orden de detener a Wagner permanecieran en silencio durante el golpe, con la excepción de un general que acababa de ser detenido por simpatizar con Prigozhin, y que se vio obligado a instarle a rendirse ante las cámaras de televisión. A la vista de la marginación y las detenciones que siguieron, parece que no era la única persona de la cúpula del ejército en compartir con Prigozhin algunas o todas las acusaciones de sabotaje de la guerra, traición a la patria y utilización de soldados como carne de cañón que el jefe de Wagner llevaba semanas lanzando contra el ministro de Defensa y el jefe del estado mayor. Estas acusaciones acabaron salpicando al propio Putin. Podemos suponer que sectores de la alta burocracia civil asumían las mismas críticas, porque durante meses, ultranacionalistas y ultraderechistas belicistas de todas partes se habían hecho eco de Prigozhin impunemente.

Conviene recordar los vínculos que este matón forjó con Putin a principios de los años 1990, cuando burócratas, mafiosos y miembros del KGB se dedicaban a descuartizar el país. De ahí su ascenso con el hombre que se convirtió en presidente a finales de 1999, dándole luz verde para poner a sus mercenarios al servicio del Estado ruso: en Siria al rescate del dictador al-Assad, en África con los golpistas que buscaban emanciparse de la Franciáfrica, en Bajmut donde, a costa de miles de muertos rusos y ucranianos, Prigozhin ofreció a Putin una victoria como no había disfrutado desde la toma de Mariupol. Y no olvidemos el reclutamiento carcelario que el Kremlin le había autorizado a llevar a cabo, con miles de soldados “voluntarios”, o sea detenidos llamados a llenar los vacíos del ejército en Ucrania.

Todo lo dicho había propulsado al jefe de Wagner al centro del escenario. ¿Se sentía tan intocable que se arriesgó a señalar con nombre y apellido a los jefes civiles y militares del ejército nombrados por Putin? En cualquier caso, no le impidió a Putin denunciarlo como traidor. Sólo dos meses después, estalló el avión con Prigozhin y sus tenientes a bordo.

El ajuste de cuentas con Prigozhin bien puede haber servido como advertencia a cualquiera de los altos cargos que pudiera verse tentado por una aventura semejante; sin embargo, no ha resuelto el problema subyacente: la crisis del régimen que este episodio ha sacado a la luz. Fuera cual fuera el objetivo de Prigozhin – él mismo dijo que no se trataba de atacar a Putin – los dirigentes de Rusia eran el blanco, o sea que ponía en peligro al régimen. Había un riesgo de poner en tela de juicio la durabilidad de un sistema, garantía de la dominación y los privilegios de millones de burócratas, un centenar de multimillonarios, los oligarcas y unas cuantas decenas de miles de burgueses de menor rango; y hasta la mera existencia del Estado ruso que, tal como está, sigue siendo el dique del orden mundial en una amplia región de Eurasia. Un orden mundial que las potencias imperialistas, encabezadas por Estados Unidos prefieren mantener – al menos en la fase actual de militarización del mundo. Se vería perturbado el orden imperialista si Rusia se fragmentara, creando entidades enfrentadas entre sí (es lo que empezó a ocurrir con la implosión de la URSS, y luego en la época de Yeltsin) o si el Estado ruso se debilitara tanto que ya no tuviera capacidad para imponer orden a sus pueblos, lo que volvió a hacer un mes antes de la guerra de Ucrania, contra el proletariado de Kazajistán, para salvar los intereses de los burócratas locales y los trusts del petróleo.

El gobierno estadounidense, que no duda en hacer declaraciones contra “Putin y su guerra”, no comentó entonces la rebelión. Para ganar tiempo…

Oligarcas y burócratas

Mijaíl Jodorkovski, el oligarca que fue condenado a diez años de cárcel y al que le quitaron “su” imperio petrolero por querer disponer de él sin consultar a Putin, vive ahora más que cómodamente en Londres. Desde allí, durante el golpe, hizo un llamamiento a los rusos para que “ayudaran” al líder de Wagner, explicando que esto podría ayudar a derrocar a Putin, si no aún a su régimen. También dijo que el siguiente paso sería deshacerse del “criminal” Prigozhin.

Es posible que este señor no sea uno de los portavoces de la oposición prooccidental a Putin, como le gusta presentarse; sin embargo, sus posiciones a favor de la instauración de un capitalismo de corte occidental son bien conocidas. Viniendo del ex oligarca más poderoso del país, sus comentarios hacen eco a la actitud de muchos multimillonarios rusos desde que empezó la guerra. En los primeros días de la guerra, varios oligarcas, incluso algunos de alto perfil como Deripaska y Fridman, declararon tajantemente su oposición a la misma. Otros, como Abramovich, se negaron a apoyarla abiertamente. En señal de protesta, otros seis oligarcas renunciaron públicamente a la ciudadanía rusa, pensando (con acierto) que sería más prudente buscar refugio en el extranjero. En efecto, las gacetas se complacen en enumerar todos los casos (una treintena) del “síndrome de la muerte súbita rusa” que han sufrido hombres de negocios y altos funcionarios rusos que, habiendo desaprobado o criticado la guerra, han tenido la tonta idea de saltar desde el piso 15 de un hotel o de “suicidarse” en casa. Un ex miembro de los equipos de Yeltsin y Putin, entrevistado por Le Monde, comentó: “En el mundo de los negocios, nadie apoya esta locura. Pero el riesgo es demasiado elevado para pronunciarse.

El verdadero riesgo para Putin y su régimen es que una situación así pueda socavar el pacto que, nada más llegar al poder, entregó a los oligarcas: “No os preocupéis por la política, pagad vuestros impuestos, el Estado protegerá vuestros negocios.” Este pacto había sido respetado por todos, excepto por Jodorkovski, y sobre esta base habían prosperado, si no en simbiosis, al menos en estrecha colaboración, la alta burocracia y el mundo de los capitalistas a la rusa.

Dicho acuerdo garantizó cierto nivel de prosperidad para ambas partes, y estabilidad para el régimen en su conjunto, pero sólo valió en tiempos de paz. La guerra, a la que el Kremlin se vio obligado por la presión de las potencias imperialistas, ha vuelto a barajar las cartas. Los oligarcas, al menos algunos de ellos, ya no pueden salirse con la suya: ya no pueden llevar la vida de los grandes capitalistas entre Nueva York, Londres, la Costa Azul, Couchevel, etc., algunos de sus bienes han sido congelados, los negocios de sus grupos en Rusia han perdido brillo, el número de multimillonarios rusos y su peso financiero medio han retrocedido, por primera vez, en la clasificación global de la riqueza.

Es cierto que, por el momento, este descontento no sabe en quién o en qué fuerzas apoyarse. Pero, dado lo entrelazados que están los intereses de los burócratas con los de la nueva burguesía rusa, podría ser que lo que aún sólo es descontento se esté extendiendo también a sectores de una burocracia que Putin dirige desde hace casi veinticinco años. Dichos sectores podrían aliarse con los oligarcas; ¿quizás con el programa de establecer un régimen capitalista que Navalny, héroe de la pequeña y mediana burguesía rusa, llama “limpio y honesto, y sin funcionarios ladrones”?

Aún no hemos llegado a ese punto, y la ley prácticamente garantiza que Putin se convierta en un presidente de por vida, pero la base social de su poder no debe resquebrajarse más; ahora bien, las tensiones generadas por la guerra empujan en esa dirección. Se está gestando una crisis en el régimen, que la guerra está contribuyendo a hacer madurar, mientras que, para Putin y sus seguidores, es crucial que los ricos y privilegiados del país puedan presentar un frente unido contra las clases trabajadoras, las cuales, al empeorar su suerte con la guerra, podrían empezar a luchar contra sus opresores.

11 de septiembre de 2023